Efectivamente los extremos se tocan cuando Pedro Castillo y Alberto Fujimori son ahora compañeros del mismo recinto carcelario. La historia peruana escribe en sus libros otra destitución presidencial por vacancia dictaminada por el Congreso, un acto que expresa cómo los poderes institucionales del Estadio neutralizan cualquier pretensión autoritaria.
Luego de decretar un Gobierno de Excepción, disolver al Congreso, convocar a una Asamblea Nacional Constituyente y declarar la reorganización del Poder Judicial, la Fiscalía y el Tribunal Constitucional, Pedro Castillo se echó al sistema político entero en su contra y no duró más de 4 horas en el poder. El congreso no demoró en tomar medidas urgentes ante el descabellado acto de Castillo, quien mostraba con nerviosismo ante las cámaras sus intenciones de frenar la sesión prevista que definiría (por tercera vez) el futuro de su cargo.
El ahora exmandatario no hizo otra cosa que apresurar su propia caída, y llevó a cabo una profecía autocumplida: un golpe al orden democrático. Tomó esta decisión sin contar con el respaldo de las Fuerzas Armadas, siendo la misma escolta presidencial quien lo entregó. El gobierno de Castillo será recordado como uno de los más inestables de las últimas décadas del Perú, con decenas de cambios y renuncias ministeriales y bajos ratios de aprobación popular. Un legado que da sombra a la izquierda peruana y pone en tensión el futuro de la estabilidad política del país.
El resto de poderes lo acusó inmediatamente de dar un «Golpe de Estado», lo que resultó en la designación de la ex vicepresidenta Dina Boluarte como encargada del Ejecutivo. Sus mayores retos serán conciliar su mandato con el Congreso, en el cual su partido Perú Libre no tiene mayoría, y concretar un tren ministerial pragmático, alejado de los partidos. Analistas peruanos consideran que el mejor camino sería convocar elecciones generales lo antes posible, pero esta no será una decisión fácil de acordar.